En una mañana marcada por la fe y el recogimiento, una patrullera de la Policía de Bolívar, protagonizó un gesto de compasión que le devolvió la vida —y la esperanza— a una joven venezolana al borde del abismo.
Bolívar. A veces, la vocación de servir no se mide en estadísticas ni en partes de rutina. Se revela con toda su fuerza en esos momentos extremos donde la vida cuelga de un hilo invisible. Este Jueves Santo —día que conmemora el amor fraterno, el lavatorio de los pies y la Última Cena—, Cartagena de Indias fue escenario de una escena que parece sacada de los evangelios: una mujer fue rescatada del fondo de su desesperación por un acto puro de misericordia.
El lugar fue el sector conocido como “kilómetro cero”, frente a ese mar que, al igual que la ciudad, guarda historias de dolor, lucha y redención. Allí, la joven caminaba descalza hacia las aguas, con lágrimas en los ojos y piedras en las manos, buscando hundirse para siempre. Su cuerpo avanzaba, pero su alma ya se había rendido.
Todo cambió cuando un mototaxista, anónimo y atento, notó lo que otros no vieron. Se acercó, escuchó su murmullo quebrado y entendió el peligro. Sin pensarlo, buscó ayuda. A pocos metros, una patrulla de la Unidad Básica de Investigación Criminal de Tránsito de la DEBOL, integrada por el intendente Linares y la patrullera Cindy Páez Madrid, recibió la alerta.
“Estaba como a 500 metros. Vimos cómo se metía al agua, con esas piedras… Quería hundirse”, recuerda Linares. Fue entonces cuando Cindy Páez, sin dudar, corrió. No pensó en el uniforme, en el riesgo, en el frío. Pensó en la vida que aún podía salvar.
Empapada hasta las rodillas, le gritó con la fuerza y la ternura que caben en una voz que quiere salvar una vida. Desde la orilla de la playa una funcionaria de la Secretaría de Tránsito también se unió al rescate. Ambas hablaron, insistieron, suplicaron… y lograron lo impensable: la joven reaccionó.
“La miré y pensé: tiene un nombre, una historia, una vida que vale”, dice Cindy, con la voz aún emocionada. Entre todos la sacaron del agua. Johana temblaba, lloraba, pero estaba viva. Y con su voz quebrada reveló la razón de su dolor: había sido víctima de abuso sexual por parte de un taxista. La herida era profunda, invisible, pero no terminal.
La Policía activó de inmediato el protocolo para víctimas de violencia sexual. La joven mujer recibió atención médica, acompañamiento psicológico y la promesa de una investigación rigurosa. Lo más importante, sin embargo, fue lo intangible: sintió que no estaba sola.
El gesto de la patrullera Cindy Páez Madrid no fue heroico por impulso, sino por convicción. “Es lo que haría por cualquier ser humano. Si decidí ser policía fue para esto: para proteger, para cuidar, para tender la mano cuando más se necesita”, afirma con humildad.
Este Jueves Santo, en medio de una ciudad agitada, mientras muchos conmemoraban el amor en las iglesias, Cindy lo encarnó en el mar. Con el uniforme aún húmedo, fue parte de un milagro terrenal. Porque en ese inmenso mar no solo se salvó un cuerpo: se resucitó una esperanza.
A veces, en las historias que no salen en horario estelar, las verdaderas heroínas caminan con botas, con el sol marcando sus rostros y el corazón latiendo al ritmo del servicio. Cindy no estuvo sola, pero fue la primera en correr hacia el agua. En una ciudad que tantas veces duele, hay quienes todavía apuestan por la vida.