Por Andrés Salcedo.
Soy hincha a morir de Julio Avelino Comesaña. Pero la mía es una simpatía respetuosa, incluso lejana, que fácilmente puede llamarse también prudente admiración. Me gusta su carácter fuerte, que no ha renunciado para nada a la fibra sentimental, que le brota casi sin darse cuenta. Celebro cada frase que le oigo pronunciar en la radio o en la tele, comenzando por su irreprochable uso del idioma. Y me gusta la sinceridad con que responde a preguntas incómodas. Me parece un tipo en quien confiar. Le tengo tanta fe, que, como decían los viejos alemanes de alguien que se había ganado su confianza: “con él iría incluso a robar caballos”.
En Colombia todo el mundo sabe que entre Julio Comesaña y Barranquilla hay una relación que va más allá del fútbol. Nada extraño en la historia. En cada oficio, en cada arte, en cada actividad, siempre se ha dado esa especie de conexión espiritual, de simbiosis, yo diría mejor, de embrujo mutuo entre un artista y una ciudad. Los ejemplos abundan: Nueva York le dio al gordiflón Babe Ruth la categoría de héroe. Beethoven compuso sus mejores obras en Viena. La Habana inspiró a Hemingway. Y Barranquilla le dio a Julio Comesaña eso que en Rebolo, barrio emblemático de la ciudad, llaman el “sucundún”, ¿tú sabes?.
El sucundún. Estamos hablando de una forma menos dramática de vivir la vida. De burlarse y sacarle la piedra al prepotente, al creído y al malaleche. De mandar al carajo al vecino una noche y a la mañana siguiente presentarse en su casa con un bollo de mazorca para desayunar con él y de pronto hasta llevarle flores a su mujer. Estamos hablando de la bacanidad, o, mejor, de la bacanería, como prefieren decir los barranquilleros, porque la consideran una ciencia.
Julio Avelino ha logrado descifrar las claves de este pueblo bromista (la palabra aquí es “mamador de gallo”), despreocupado y algo indolente, al que el Júnior le remueve todas las vísceras del organismo y las neuronas, un pueblo que todos los días se arma y se desarma, como las carpas de los beduinos, para permanecer siempre igual, como si fuera un capítulo caribe desprendido del Gatopardo. Pero donde la gente se encariña fácil con el que viene a ella con el oído y el corazón abiertos y entra de inmediato con ella en sintonía, ¿tú sabes?. Lo hizo antes, entre muchos otros, Marcos Pérez, el genial locutor de Calamar. Y después el Negro Perea, chocoano-cartagenero, todos ellos personajes de culto todavía hoy en la ciudad.
Julio, a diferencia de muchos colegas suyos que se han ido despavoridos de la ciudad tras el fracaso o por sentirse incomprendidos o por no entender a la gente de aquí, siempre está ahí, en las buenas y en las malas. Con él, no joda, puedes contar siempre. Barranquilla es la gran pila donde él recarga las neuronas y donde encuentra siempre el clima humano que mantiene vivo su entusiasmo para seguir en la lucha. Julio sabe que esa tarde en que la tribuna, cuando él saltó al terreno de juego junto a sus muchachos, le empezó a gritar “Pelo e ‘burra” hasta ensordecerlo, había recibido la señal más confiable de que se había metido para siempre en el alma de los curramberos.
Entre tanto, Barranquilla ganó con Julio un símbolo. Tan sagrado e irrenunciable como el personaje de María Moñitos en el carnaval. O como aquel señor llamado Pacho Galán, para mí el más grande músico que ha producido Colombia y, además, un alma buena, que fue reverenciado en la ciudad hasta los últimos años de su vida. Derrotado por el Alzheimer, en Barranquilla, todos, del taxista al vendedor de butifarra, estaban pendientes de él cuando se escapaba de su casa y deambulaba sin rumbo por la calle, para recogerlo amorosamente y devolverlo al hogar. Así de querendona es la gente de aquí cuando sabes ganártela.
Julio lo hizo y es ya alguien a quien el oído y el ojo del barranquillero necesita saber que está ahí, que no se ha ido. Se ha convertido en una vaina, no joda, casi de canasta familiar.