Una mañana, hará cosa de un año, me llamó Julián Sarmiento para que fuera a su estudio a grabar un texto para un cliente, que, como me dijo, era amigo suyo. Trátalo bien, cóbrale lo menos que puedas, el man es estudiante. Cuando llegué al estudio encontré a Julián editando unas pistas con otro muchacho. Me lo presentó, me entregaron un libreto y enseguida nos pusimos a trabajar. El “cliente” era Marlon Peroza, un joven músico de Montelíbano, Córdoba.
Me llamó la atención que, por indicaciones de Peroza, yo debía leer cada párrafo dentro de un límite de tiempo que él o Julián medían rigurosamente, cronómetro en mano. Los textos tenían cierto toque de cantar juglaresco, describían aventuras, hablaban de personajes que recorrían caminos que iban o venían del mar y contaban historias de amor que tenían lugar en los escenarios que acogían a los aventureros y que eran poéticos hasta en sus nombres: Ayapel, Magangué, Muchalajagua.
Me encantaron esos textos y así se lo dije a Marlon Peroza, que los había escrito. Me divertí leyéndolos y ya con eso me siento más que pago, le dije. Y me despedí de él convencido de que había grabado un texto para un nuevo proyecto literario o, tal vez para una tesis de grado. Y, sinceramente, al paso del tiempo, me olvidé del asunto.
Pero hace un par de días me llamó Peroza para contarme que a partir de los textos que yo había leído, él había compuesto y grabado con su conjunto, Gaiteros de Pueblo Santo, unos sones de gaita para acompañar las narraciones orales. A mi voz le añadió percusión: tres tambores, dos gaitas, maracas y un coro y así nació el más original álbum de historias costumbristas del Caribe colombiano. El álbum Marlon lo bautizó “Historias cantadas” y, como me lo anunció, gritando de emoción en el teléfono: huevón, estamos nominados al Grammy Latino, categoría mejor álbum folklórico, ¿cómo te quedó el ojo?.
Oyendo el disco, que Marlon me acaba de enviar, descubro su atrevida incursión en el terreno de la épica musical. Hasta donde sé, es el primer intento de recoger la enorme tradición musical y narrativa del Caribe colombiano y darle un sonido que suene ancestral y moderno al mismo tiempo: doce historias sacadas de lo más auténtico del costumbrismo caribe.
En esta aventura, que es musical, literaria e histórica y en la que me he visto envuelto sin haberlo buscado y sin tener la menor idea de lo que estos muchachos tenían en mente cuando me llamaron, debo resaltar el trabajo de Julián Sarmiento, uno de los músicos colombianos más imaginativos de la nueva generación, hijo de dos amigazos que los años y el oficio me han regalado: Rafa Sarmiento, “El Buho”, y su polifacética mujer, Nira Figueroa, dos pesos pesados del periodismo caribe y de la amistad.
Cuando terminé de hablar con Marlon llamé al filósofo Numas Armando Gil, nativo de San Jacinto, en los Montes de María, donde se rinde un culto histórico a la gaita y autor de varios libros sobre la rica cultura musical sabanera y le pregunté por los orígenes de la gaita y él me contó que fue creada por los indios zenufanás, que poblaron la actual Córdoba.
La shuana, que es su nombre indígena, también fue instrumento de koguis, kankuamos y zenúes. Para mi asombro, Numas me contó que la gaita es más antigua que la mayoría de los instrumentos creados por griegos y romanos. Es anterior a la era cristiana y sus creadores produjeron también la cerámica más antigua del Nuevo Mundo. Dos hechos que deberían llenarnos de orgullo. Pero aquí somos más dados a festejar culturas ajenas, me dijo Numas antes de despedirse y desearnos suerte con el Grammy. Ojalá.