La noche en el barrio El Líbano fue distinta. No fue una balacera común. No fue un enfrentamiento más. Fue una ráfaga de guerra.
Una patrulla de la Policía Nacional fue emboscada en Cartagena de Indias. Pero esta vez no se trató de armas cortas ni disparos esporádicos. Según fuentes extraoficiales, los atacantes usaron fusiles AK-47 —sí, armamento de guerra— para arremeter contra una camioneta institucional. Las consecuencias fueron inmediatas: uniformados heridos, muerte, y una ciudad sacudida hasta la médula.
Este hecho, sin precedentes recientes en la capital de Bolívar, huele a narcoterrorismo. A los años oscuros de un país que aún recuerda cuando las mafias disparaban sin miedo contra el Estado. Lo ocurrido no parece improvisado. Es una señal. Un mensaje.
Expertos en seguridad lo advierten con frialdad: esto no fue un ataque más, fue una operación planeada. Una muestra de poder de grupos armados organizados que ya no temen exhibir su músculo bélico en zonas urbanas.
Las autoridades, hasta ahora, no han entregado un informe oficial completo. El silencio institucional contrasta con el estruendo de los fusiles que retumbaron en Cartagena. Y mientras tanto, la pregunta que flota en el aire es tan inquietante como inevitable:
¿Quién tiene el control?