Cuando yo era joven, un tipo de 40 años era ya un viejo (un vicario, en el lenguaje de San Roque, mi barrio). Es ley de vida: cuando eres joven, la vejez es algo remoto, que no te atañe. A finales de los ochenta, acabando de cumplir los cincuenta y lleno de energía y de proyectos, ocurrió algo que, en ese momento, fue traumatizante.
Era una tarde invernal, había amenaza de lluvia y una temprana oscuridad caía sobre Colonia. Yo caminaba por una acera del centro y, por descuido, invadí la pista reservada a la circulación de los ciclistas.
Apártate, viejo, me gritó uno de ellos, un mocoso que no llegaría a los 18 años y me ensordeció a punta de bocinazos. Recuerdo haber tomado aquello como la peor ofensa recibida hasta ese momento en mi vida. Llegué a mi casa con la moral por el suelo. Para consolarme, mi mujer me dijo que esa expresión, “viejo”, se había vuelto muy común entre los jóvenes alemanes. Me aseguró que se la decían incluso a gente que no llegaba a los 40. Como lo hacíamos nosotros, entonces. La vida castiga.
Ahora, aterrizando en el octavo piso, soy un viejo de verdad y ojalá lo siga siendo y logre convertirme en un anciano lúcido, autónomo y de mente abierta.
He entendido que para que el viejo que ahora vive conmigo tenga su mejor rendimiento, debo, primero que todo, aprender a ser un viejo. Un viejo chévere, como decía una canción de la Billos que todos bailamos. Por lo pronto, además de ayudarme con una alimentación que considero sana, he emprendido una radical simplificación de mis hábitos de vida, y he cortado con todo lo que pueda representar una ofensa al cuerpo, a la mente o al oído (vade retro, reggaetón).
Creo que me he ganado el derecho de envejecer sin tener que ocuparme de la modernidad con su malsana proliferación (¿o polución?) de tecnología y de egos inflados, que uno oye, ve, lee, en la radio, en la televisión, en la prensa, en el condenado celu, donde quiera que uno mete la cabeza.
El ritmo, la música de mi vida, tiene ahora otra velocidad, siento que ha llegado la hora de ahorrar energías y disgustos, evitar pasiones peligrosas, eliminar costumbres dañinas. Ahora vivo con mucho menos y soy feliz. Vendí el carro. Devolví las tarjetas. Como menos y quedo igual de satisfecho. Y dentro de mis cuatro paredes, no salgo de dos o tres mudas de ropa casera.
Se me acabaron las ganas de competir. Tú ganas, le digo al que me reta para que se quede contento. Cada vez soporto menos al invasor de mi paz. Al latoso, al mamón, al que solo llama o escribe para reseñar sus diarias proezas. Y ni por el putas contesto el teléfono si no conozco el número que sale en la pantallita. Sigo el ejemplo de Mozart. Si él pudo componer una de las oberturas más famosas de la historia de la música empleando solo siete notas, por qué yo, que siempre he vivido sin grandes aspavientos, no puedo pautar mi vida con las pocas cosas que considero imprescindibles: la música (toda), la buena literatura, el buen cine, el fútbol, el beisbol, el sano, desprevenido pensar que me inculcó una abuela viejita venida del campo, el cariño a la gente que cargo en el corazón.
La moderación como fórmula de vida no es solo en la mesa y en los gastos. Hay otra moderación que imponen las debilitadas hormonas. Y ahí es donde, en mi caso, vuelve a entrar en acción la lengua, ese admirable instrumento que me ha dado de comer por casi sesenta años, un músculo todo terreno con otras habilidades, importantísimas y muy diferentes al arte de hablarle a un micrófono.